Los principios de legalidad y legitimidad son necesarios en una
sociedad y en un Estado, aunque en ocasiones no siempre van de la mano. El
principio de legalidad tiene múltiples definiciones. Algunos sostienen que se
fundamenta en el estado de derecho, por lo que todas las autoridades y
ciudadanos deben actuar dentro del ámbito de la ley y no incurrir en el
ejercicio arbitrario del poder. El principio de legalidad o primacía de la ley,
se sustenta cuando una autoridad o los ciudadanos ejercemos nuestros derechos y
deberes de acuerdo con la Constitución, la ley, los estatutos y los reglamentos vigentes, por lo que la
legalidad es una regla de oro dentro de un sistema democrático. Aplicar el
principio de legalidad nos asegura a los ciudadanos dos valores jurídicos esenciales
en una democracia: La certeza y la igualdad. Lo que quiere decir que uno puede
prever las consecuencias de sus acciones si desacata una ley, pero también exigir
ser tratado como ciudadano sin preferencias, ni exclusiones, ya que en un
estado constitucional de derecho, el principio de legalidad es para todos,
gobernantes, personas naturales y personas jurídicas.
Obviamente, quien se aparta del ordenamiento jurídico vigente, sufrirá
las consecuencias de sus actos tanto en el aspecto constitucional, penal,
civil, administrativo y sus actos pueden ser declarados nulos por los organismos
correspondientes. Otro aspecto importante es que el principio de legalidad nos
asegura a las personas el respeto a la seguridad jurídica Eso significa según el
Tribunal Constitucional “una condición esencial para las personas en un Estado
ya que representa la garantía de la aplicación objetiva de la ley y evita que
el capricho, torpeza o mala voluntad de los gobernantes puedan causarles
perjuicio”. En nuestra Constitución Política el principio de legalidad está
considerado en varios artículos. Entre ellos, el artículo 2 inciso 24 literal A
que señala que “nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda ni impedido
de hacer lo que ella no prohíbe”. Asimismo, el artículo 2 inciso 24 literal D,
que afirma que “ Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al
tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, de manera expresa
e inequívoca, como infracción punible, ni sancionado con pena no prevista en la
ley”.
El principio de legitimidad también tiene múltiples definiciones.
Algunos afirman que una autoridad será legítima cuando cuente con el apoyo,
respaldo o adhesión de un grupo de personas que oportunamente y
consecuentemente lo apoyen en la postulación o elección a un cargo determinado.
La legitimidad es un atributo del pueblo soberano para elegir a sus autoridades
en cualquier nivel, siempre y cuando se respete el principio de legalidad. Es
decir, los procedimientos establecidos con anterioridad en la Constitución, en
la ley, en sus estatutos o en un reglamento. La legitimidad tiene la atribución
de ser reconocido y obedecido por todos sin recurrir a la coacción ni a la
violencia. En una democracia, los electores de un grupo o institución pública o
privada, pueden lamentar haber perdido una elección, pero no por ello pueden
desconocer ni desobedecer a la nueva autoridad, siempre y cuando esta nueva
autoridad goce de legalidad y legitimidad para exigir luego seguridad jurídica.
Hay legitimidad de origen y
legitimidad de ejercicio. Por ejemplo, Fujimori tuvo legalidad y legitimidad de
origen en las elecciones de 1990 cuando derroto a Vargas Llosa. Pero, cuando el
05 de abril de 1992 dio el golpe de estado, perdió la legitimidad de ejercicio y
legalidad en su cargo, ya que violó la Constitución
de 1979, cerró el Poder Judicial y el Poder Legislativo, convirtiéndose en un
dictador. Un claro ejemplo de
ilegitimidad lo establece claramente el artículo 46 de nuestra Constitución. “Nadie
debe obediencia a un gobierno usurpador, ni a quienes asumen funciones públicas
en violación de la Constitución y de las leyes. La población tiene el derecho
de insurgencia en defensa del orden constitucional. Son nulos los actos de
quienes usurpan funciones públicas”. Como se aprecia, legalidad y legitimidad
siempre deben ir de mano, especialmente cuando hay procesos electorales. Pero
no siempre sucede así. Un claro ejemplo fue la famosa ley “pulpin” que aprobó
el Congreso Nacional. Si bien el Parlamento tiene la atribución constitucional
de aprobar leyes de alcance nacional, esas normas jurídicas deben gozar de
respaldo, adhesión y apoyo de la población. Pero en el caso de la ley pulpin,
fue la presión ciudadana y mediática que obligó al Congreso a retroceder y tuvo que derogarse esa
norma, porque no gozaba de legitimidad o respaldo popular.
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